¿Está China proliferando un nuevo modelo de desarrollo con tintes autoritarios a nivel global?
Por Eduardo Griñán
Hacia un escenario de confrontación ideológica entre democracia y autoritarismo
Los debates mediáticos, académicos e, incluso, oficiales en ocasiones han tendido a describir la disputa global entre China y Estados Unidos como una fase relativamente parecida a la pugna entre Washington y Moscú durante la Guerra Fría. Empero, es necesario coger con pinzas la expresión “Guerra Fría” para describir la situación actual. Ni mucho menos el trasfondo y acontecimientos que derivaron en la confrontación ideológica del siglo pasado pueden plasmarse con los estándares subyacentes del presente. No obstante, sí que cabe una apreciación bastante evidente al respecto. Cuando Francis Fukuyama lanzó en 1992 su libro “El fin de Historia y el último hombre”, muy seguramente no tendría en mente el surgimiento de nuevas potencias autoritarias que, aprovechando el sistema liberal creado por Occidente, engendraran genuinas formas de desarrollo que pusieran en una tesitura difícil al monopolio discursivo de las democracias en su propio campo y con sus propias reglas, aunque hay que agregar que no siempre ha sido con las mismas reglas. Es por ello por lo que más que afirmación, el título de Fukuyama hoy cabe como pregunta: ¿el Fin de la Historia fue? Dadas las crecientes amenazas autoritarias, “consentidas” en parte por una fuerza democrática en retirada como resultado de una recesión democrática lenta y desgastante que dura ya más de una década, podría quitársele todavía más credibilidad a la teoría de Fukuyama. En cualquier caso, lo que tenemos la ocasión de divisar es un nuevo clima “oligopolar” con claras tendencias cuasi dicotómicas entre un centro de poder u otro, y Beijing no quiere perder la oportunidad de convertirse en el centro de gravedad global.
Es algo controvertida y, en algunos casos, paradójica la cuestión de por qué China querría que proliferen regímenes de índole autoritaria cuando éstos no se caracterizan principalmente por demostrar conductas pacíficas, cooperativas o complacientes. Una de las explicaciones que se le podría dar a este fenómeno es que, al igual que se desarrolló la idea de que las democracias requerían de una atmósfera favorable para poder florecer y proliferar, es decir, un mundo en el que la fórmula democrática fuera la principal o casi indiscutible, las autocracias también podrían necesitar esta clase de escenarios para poder sobrevivir. En el caso de China, no todos los regímenes que le apoyan son autoritarios. Podemos encontrar casos de democracias que asisten al país mediante su respaldo en términos políticos o aquiescencia, aunque huelga añadir que la mayor parte de estas democracias se caracterizan por ser de fachada. No obstante, el desprender un apoyo directo o tácito a regímenes autoritarios le concede una mejor narrativa de legitimidad al encontrar complicidad. Un entorno en el que las presiones en pro de la democratización son débiles también favorece la estabilidad interna de China al despresurizar los debates sobre Derechos Humanos o participación. Asimismo, al servir de soporte para otros autócratas, el país asiático podría tener el beneficio de la hegemonía o la influencia, de tal forma que, aun si no existiera una estrategia reglada de superposición y dominio, los cánones y preferencias de Beijing serían tenidos en cuenta consistentemente en una búsqueda de su favor. Esta no podría considerarse en tanto una teoría de la “paz autoritaria”, sino una explicación aproximada a la búsqueda de estabilidad entre los regímenes autoritarios en un contexto de primacía democrática.
Algunos observadores afirman que, si bien China está conduciendo sus actos hacia una política exterior más ambiciosa, ésta no habría mostrado claros indicios de liderazgo en términos de alinearse con los intereses internacionales o subordinarlos. No obstante, China sí que ha estado sacando los dientes, aunque sea de una forma insidiosa y entre bastidores. Es más, si bien es cierto que el régimen chino no actúa de una forma descarada y no puede permitirse por diversas razones exportar su modelo a otros países flagrantemente mediante programas directos e inequívocos, sí que existe un claro ánimo y unas escondidas intenciones de amoldar el mundo un poco más a su imagen, ya sea como garantía de seguridad del propio régimen, ascenso como potencia hegemónica o aumento de prestigio y legitimidad. Huelga añadir que China tiene a su disposición una amplia gama de recursos que pueden mitigar los incentivos de la democratización y la consolidación democrática y que, de hecho, ya lo están haciendo, sobre todo en el mundo en desarrollo. Herramientas como la ayuda sin filtros políticos, la tutorización en las artes económicas y autoritarias con características chinas, la proliferación de sistemas de vigilancia orwellianos o el mismo poder del ejemplo del modelo pueden formar inquietantes diques de contención para el florecimiento de las buenas prácticas de gobernanza que están asociadas a la democracia. Asimismo, un aspecto frecuentemente pasado por alto es la cuestión de cómo todos estos instrumentos pueden llegar a afectar a largo plazo. Como se ha podido evidenciar en múltiples ocasiones, China persigue en sus planes una lógica largoplacista que no siempre revela sus resultados de forma inmediata. Como consecuencia, cabría esperar que los efectos más dañinos de las orientaciones chinas todavía estarían por descubrirse.
Podríamos concluir este modesto análisis con una simple y, a la vez, contundente pregunta: ¿la expansión global del modelo de desarrollo ejemplificado por China supone una amenaza para las democracias frágiles? La contestación de esta pregunta podría tener relación con la situación de otra: ¿es la democracia el único juego en la ciudad en la actualidad? Estas dos cuestiones mantienen una vinculación nada superficial, dado que el estado de la salud democrática global y, por ende, de la estabilidad de su narrativa hegemónica puede influir en la percepción de lo que es legítimo o no. Es decir, si plasmamos un paradigma internacional en el que las grandes democracias se mantienen sólidas y aleccionadoras, su credibilidad y respeto están asentados y el sistema democrático como tal no se haya encontrado con fuertes problemas creados por sus mismos arquitectos, entonces sería difícil que un modelo alternativo pujara realmente como una opción seria dada la pequeña porción de poder discusivo que le quedaría. De esta forma, el orden liberal no tendría por qué enfrentar grandes peligros. Sin embargo, si nos tornamos a un escenario en el que las grandes e históricas democracias se ven en parte desbordadas por una espiral de problemas internos, las narrativas fallan o se erosionan como consecuencia de la disconformidad con los resultados, la autoconfianza del sistema se encuentra en horas bajas y los beneficios son vistos cada vez con más graduación, entonces sí que es mucho más probable ya no solo que surjan, sino que proliferen nuevas formas y usos al disponer de un espacio más dilatado en el que introducir su discurso.
Calculando el peso de las circunstancias actuales, el paradigma parece estar más cerca del segundo caso expuesto, lo que nos indica que el ariete autoritario chino, con todo su despliegue de recursos, podría adentrarse con cierta facilidad en algunos paises que han visto en su ejemplo una virtud, y en la virtud una oportunidad. En tal sentido, dadas las características definitorias del modelo chino y los rasgos que el PCCh ha priorizado exportar, la adopción del camino trazado por China por parte de democracias frágiles sí que supondría un paso irrefutablemente peligroso para la sostenibilidad de los términos democráticos. De hecho, su incorporación podría recrudecer problemas que en sí mismos ya les serían agudos, tales como la corrupción, falta de transparencia, abuso de autoridad, desestimación del sistema de controles horizontales o, en definitiva, rendición de cuentas.
Las democracias liberales occidentales han eludido por demasiado tiempo que pudiera entrar en su juego por la hegemonía global un nuevo rival sistémico con posibilidades reales de atractivo para países que buscan desarrollo y no lo han conquistado con el “modelo democrático”. La capacidad de crear narrativas es la oportunidad de entrar en el juego y, por ello, las democracias pueden enfrentarse a un tablero en el que ya no sean las únicas en la ciudad.
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